domingo, 19 de febrero de 2012

Un pequeño paraiso al descubierto.

Hay momentos en la vida de uno en los que debe perderse del mundo que consideramos civilizado, reordenar sus metas y volver a admirar la belleza de nuestro entorno. Aquella que se eclipsa por el fulgor de nuestras emociones y de nuestras galopantes conversaciones de café.

Hoy, después de meses sin haber atrapado con un puño el polvo del suelo riojano, me he dado cuenta de que la tierra está preñada (y eso que no es primavera). Hasta las ramas más punzantes han dejado sitio a sus hermanas las hojarascas y los retoños se han ofrecido a resguardarlos del sol.

Aquel escenario parecía imposible de reproducirlo en el teatro y le tentaba a uno a anclar una bandera con un pañuelo que dijera cual descubridor de las americas (yo estuve allí). El sonido de la pradera daba vida a cualquiera que se atreviera a escucharlo y la buena compañia endulzaba aún más la melodía.

Estoy seguro de que mañana me levantaré de un brinco y cargado de energía. Uno no puede buscarse un hogar indígena de este calibre y no poder recordarlo en forma de flashbacks durante por lo menos una semana. Es inhumano.

Quizás esté llegando la temporada de cambiar la ruta de las citas. Las aves emigran y los humanos quieren dejar su sello en nuevos rincones desconocidos. Al igual que el niño no quiere abandonar la charca caliente que ha logrado hallar al cavar con su propia pala en una playa veraniega, no puedo evitar llamar a un taxi e iniciar una expedición temeraria en plena noche.

Tal vez sea que la prima vera me esté cautivando después de que su mayor enemigo me dejará huella: la ola de frío siberiana. Eso o el afán de viajar, el mismo que impulsó a Colón a abandonarlo todo por una renacida esperanza..

No hay comentarios:

Publicar un comentario